domingo, 18 de marzo de 2012

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Tema fin de semana- "La Pepa", una Constitución para la felicidad...¿de todos?

 
José Miguel Blanco
 
Madrid, 18 mar (EFE).- "El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación". "El amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles". "La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera".
Son algunas de las afirmaciones recogidas en los primeros artículos de la Constitución que ahora cumple doscientos años y que supuso un punto y aparte en la historia de España.
Fue un logro y un hito en favor de los derechos y libertades, aunque hoy en día parece difícil entender sentencias como las anteriores o que se elevaran a rango constitucional aspectos como la exclusión de la mujer en la participación política.
Un repaso de los 384 artículos de "La Pepa" permite constatar también el vuelco que ha dado España y los "recortes" territoriales que ha sufrido en dos centurias.
MENOS NACIÓN
Los historiadores coinciden en considerar al texto de 1812 como el germen del concepto de la nación española, una nación que doscientos años después se ha dejado por el camino lo que le quedaba de aquel país en el que se decía que no se ponía el sol.
El artículo 1 de la primera Constitución especificaba que la nación española era la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, y el 10 detallaba que junto a la Península, España estaba formada por las Baleares, "las Canarias con las demás posesiones de África" y muchos territorios bastante más lejanos y que después lograron su independencia.
"En la América septentrional, Nueva España, con la Nueva Galicia y Península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar.
En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico.
En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno".
Esos eran los dominios doscientos años atrás. ¿Y todos los que vivían en ellos tenían la condición de español?
Lo aclaraba el artículo 5: son españoles todos los hombres libres nacidos y avecindados en esos territorios y sus hijos, los extranjeros que hayan obtenido de las Cortes cartas de naturaleza, los que sin ella lleven diez años de vecindad y los libertos desde que adquieran la libertad en "las Españas".
ESPAÑOLES JUSTOS, BENÉFICOS, CATÓLICOS...Y CONTRIBUYENTES
A todos se les reconocían derechos y se les fijaba obligaciones, como la que les exigía el amor a la Patria y, al mismo tiempo, "ser justos y benéficos" y contribuir en proporción de sus haberes para los gastos del Estado.
La calidad de ciudadano se perdía, entre otros motivos, por admitir empleo de un Gobierno extranjero o por residir fuera de España cinco años consecutivos sin permiso.
Quedaban en suspenso los derechos de ciudadanía por "no tener empleo, oficio o modo de vivir conocido", por ser deudor a los caudales públicos, por hallarse procesado criminalmente...o ¡por ser sirviente doméstico!
No había opción a una religión distinta a la católica, ya que ésta se consideraba que sería perpetuamente la que tendría España y prohibía, en su artículo 12, el ejercicio de cualquier otra.
NI MUJERES, NI JÓVENES
No había aún sufragio universal, y los representantes en las Cortes se elegían de forma indirecta (renovándose en su totalidad cada dos años) mediante las que se denominaban juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia.
Las mujeres no podían ser diputadas y ni siquiera participar en el proceso de elección de los representantes en las Cortes, que debían tener, al menos, veinticinco años, según especificaba el artículo 91.
Y se exigía que para aspirar a ese puesto debían tener "una renta anual proporcionada", aunque la propia Constitución suspendía ese artículo hasta que más adelante se concretasen los detalles de esa renta. Nunca se hizo.
Si hoy sería inconcebible que sólo hubiera sesiones en el Congreso cuatro meses al año, los primeros compases del parlamentarismo español fijaron ese tiempo como máximo anual, ya que la Constitución recogía que lo habitual es que fueran tres meses a partir del 1 de marzo.
El mes extra sería a petición del Rey o por acuerdo de las dos terceras partes de los diputados.
Lejos estaban las polémicas por la fórmula utilizada para asumir el cargo de diputado.
"¿Juráis defender y conservar la religión católica, apostólica, romana, sin admitir otra alguna en el Reino? ¿Juráis guardar y hacer guardar religiosamente la Constitución política de la Monarquía española, sancionada por las Cortes generales y extraordinarias de la Nación en el año de 1812? ¿Juráis haberos bien y fielmente en el cargo que la nación os ha encomendado, mirando en todo por el bien y prosperidad de la misma nación?" Esas eran las preguntas, y la respuesta sólo podía ser una: " Sí, juro". Para lo del "imperativo legal" aún faltaba mucho tiempo.
CONTRA EL PODER ABSOLUTO
Con los antecedentes que había, los constituyentes sembraron el texto de una serie de prevenciones para limitar el poder del Rey, y, así, impidieron una imagen ahora totalmente familiar: los ministros (que eran nombrados por el Monarca) no podían ser diputados.
También se impedía a las Cortes deliberar en presencia del rey, y el monarca no podía "bajo ningún pretexto (artículo 172) disolverlas y, si viajaba al extranjero o pretendía casarse, debía tener consentimiento previo de los diputados, ya que, de no ser así, se entendía que abdicaba.
La Constitución preveía que eran las Cortes las que tenían que señalar la dotación anual de la casa del rey a cuenta de la tesorería nacional, así como la específica para el Príncipe de Asturias desde su nacimiento y para los infantes e infantas desde que cumplieran siete años.
Las Cortes se reservaron también prerrogativas como proteger la libertad política de imprenta, y los constituyentes quisieron dar un paso decisivo hacia la alfabetización.
Así, el artículo 366 recogía que "en todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles".
Asimismo, estipulaba la creación del número competente de Universidades y de otros establecimientos de instrucción que se juzguen convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes.
La pretensión era que no hubiera discriminaciones territoriales: "El plan general de enseñanza -rezaba ese mismo artículo de "La Pepa"- será uniforme en todo el Reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las Universidades y establecimientos literarios donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas.
Son retazos llamativos de lo que quiso alumbrar aquella primera Constitución española y cuyos preceptos quedaron arrinconados años más tarde tras el regreso a España de Fernando VII. Pero la semilla quedó plantada. EFE

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