martes, 6 de marzo de 2012

Porfirio Muñoz Ledo

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En memoria de Cuauhtémoc Sandoval, Socialista Internacional

Porfirio Muñoz Ledo.- Hay centurias cortas, como diría Hobsbawm del siglo XX y ciclos que se antojan eternos, como el neoliberal, aunque hagan agua por todas partes. Pareciera que sólo las grandes guerras fueran capaces de alterar sustantivamente los equilibrios mundiales y modificar los paradigmas en que se fundan las civilizaciones. Así, la paz precaria sería el paraíso del inmovilismo y la prolongación indeterminada de los hegemonismos.
Rebasada por mucho la organización mundial pactada después de la última conflagración global y hace tiempo finiquitado el balance bipolar, no hemos hallado la fórmula que permitiese institucionalizar el creciente multipolarismo y promover salidas estables y novedosas a una crisis mayor que todos están dispuestos a paliar pero ninguno a conjurar.
El G-20 -cuya presidencia es hoy es la joya de la corona del gobierno mexicano- encarna una estrategia sustitutiva de la parálisis de las Naciones Unidas, justificada por motivaciones pragmáticas, pero cuya agenda excluye las transformaciones susceptibles de cambiar el rumbo de la historia. El mecanismo informal y mutante, aunque representativo del poder político y económico, es a un tiempo depositario y administrador de una herencia neoliberal que condensa el lastre contemporáneo de la humanidad.
Desde su estado germinal, el Grupo tuvo objetivos de contención a las demandas de la mayoría. Se estableció formalmente como G-7 en 1977, justamente después de la adopción del Nuevo Orden Internacional y de la Carta de los Deberes y derechos económicos de los Estados. Consolidó una suerte de derecho de veto concertado para las materias de su competencia que se expresa en los organismos monetarios y financieros internacionales. Fue el antídoto de las Negociaciones Económicas Mundiales que convenimos en 1979 y naufragaron en 1984. Constituyó en ese sentido la plataforma política del consenso de Washington.
Con la reconversión a la economía de mercado de la Federación Rusa, ésta fue incorporada en 1997. La globalización de las nuevas reglas del juego generó sucesivas ampliaciones hacia los países emergentes hasta llegar al número de 20 con motivo del estallido de la crisis económica. A pesar de que suman entre todos más del 90% del producto mundial y de que la mitad son países no occidentales, prevalece la iniciativa intelectual de los antiguos detentadores del poder. Sus decisiones tienen el valor de recomendaciones y sólo pueden ser adoptadas por consenso.
Las agendas se actualizan pero las soluciones de fondo se empantanan. No han sido capaces siquiera de parir un plan al estilo de Roosevelt para escapar de la depresión. Los grandes temas que dejamos pendientes a mediados de los ochenta permanecen intocados: la convocatoria a un segundo Bretton Woods para dar forma a una nueva arquitectura internacional, la transición energética como única solución al colapso climático, el comercio equitativo y los obstáculos al desarrollo, comenzando por la suficiencia alimentaria. Ahora se añaden el desempleo galopante, la inseguridad generalizada y el debilitamiento aberrante del Estado.
Los equilibrios políticos ciertamente han cambiado. Tienen hoy mayor peso económico y demográfico dentro de la constelación los países emergentes. No hablo sólo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) sino de Argentina y de los llamados MIST (México, Indonesia, Surcorea y Turquía). Evaporadas la confrontación Norte-Sur y la polarización Este-Oeste pareciera que esta novedosa articulación pudiese desembocar en bloques que absorbieran las dicotomías precedentes.
Lo esencial es actuar con imaginación e independencia de criterio. Es indispensable abolir la “regla de la unanimidad” y partir de la fuerza acumulada para formular planteamientos políticos, a comenzar por la reforma integral de la ONU y la democratización de las decisiones mundiales mediante la inclusión de todos los actores nacionales, económicos y sociales. La reconstrucción del G-194 incluido Palestina.
En su reciente libro ¿Quién gobernará al mundo mañana? Jacques Attali recorre las formas de gobierno universal desde la Ciudad de Dios, corrobora el entierro del actual andamiaje y se atreve a esbozar una organización enteramente distinta, encabezada por los Estados Generales del Mundo. Es tiempo de la utopía.

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